jueves, 31 de marzo de 2011

BECA DE COMEDOR

BECA DE COMEDOR

Octavio Acosta Martínez



    
Fue uno de los tantos inventos que hice para poder cumplir con esa mala costumbre burguesa de comer todos los días. El Hospital Clínico de la Ciudad Universitaria contaba con un magnífico comedor destinado a su personal y estudiantes de medicina que ya estaban en la etapa de prácticas. La comida era muy barata: Bs. 1 el desayuno, y Bs. 2 el almuerzo y la cena;  y era, además, de una altísima calidad y, para completar, abundante.

     Por supuesto, yo no tenía derecho de comer allí, yo era estudiante de ingeniería. Pero, en todo caso, tampoco tenía el bolívar del desayuno, y menos los dos bolívares del almuerzo y de la cena. De haberlos tenido habría podido utilizar el Comedor Universitario, con los mismos precios, y destinado a toda la comunidad ucevista, aunque no con la misma calidad y cantidad que la del Hospital.

     Unos compañeros de Residencia, estudiantes de medicina, decidieron interponer sus buenos oficios para que yo pudiera acceder libremente al comedor del Clínico… ¿Y el problema económico? El hospital contaba con un sistema de Becas de Comedor para estudiantes de medicina de bajos recursos. A los becarios se les suministraba quincenalmente los tickects de las comidas correspondientes a dicho período. Para optar a este beneficio se debía hacer una solicitud, demostrar las limitaciones económicas que justificaran la beca y, por supuesto, demostrar la condición de ser estudiante de medicina en la etapa citada. Para mí no era nada difícil demostrar mis “méritos” en cuanto al primer requisito, pero ¿cómo hacer con mi especialidad académica? Aquí fue donde intervinieron mis amigos.

     Todos los estudiantes de la UCV contaban con un carnet de OBE (Organización de Bienestar Estudiantil) que entre otros datos especificaba el año y la Facultad donde se estaba ubicado. Mis amigos consiguieron un carnet en blanco de OBE. Quizás debería decir “en azul”, pues éste era el color que lo caracterizaba. Le colocaron una foto mía, encima el sello de la Residencia, en encompinchamiento con la Junta Directiva de la misma, y lo llenaron con “mis datos” estudiantiles: ACOSTA MARTINEZ OCTAVIO cursante del CUARTO año de la Facultad de MEDICINA. Finalmente imitaron –no recuerdo si lo hice yo mismo- la firma autorizada que le otorgaba la validez correspondiente.

     El siguiente paso fue llevarme a la oficina de Administración del hospital, donde se hacía la solicitud y se repartían los tickets. Afortunadamente el Administrador no era médico, lo que descartaba la posibilidad de que me hiciera preguntas u observaciones que me pudieran poner en aprietos. Al menos, eso creí yo y eso creyeron mis amigos, y efectivamente, así funcionó durante la solicitud. Ellos me metieron en una bata blanca y me acompañaron a la oficina de Espinoza, el Administrador, a quien me presentaron y le expresaron mi deseo de optar a una beca. Previamente me dieron un pequeño adiestramiento para la rutina que debía cubrir en esta oficina. Todo salió a pedir de boca y así me convertí en un flamante becario del comedor del Hospital Clínico.

     El tiempo que duré como comensal del hospital ha sido uno de los más felices que recuerdo de toda mi vida. No sólo por el hecho de que durante ese período comí todos los días, sino además por la calidad de la comida: una ensalada de entrada, sopas de todas las clases que eran alternadas día a día, seco excelentísimo y abundante, carne de primera, frutas, leche, una copa de helado con cada almuerzo. Y al final, un cafecito; negro, conleche, marrón, como uno lo deseara y con derecho a repetir ¿Qué más se le podía pedir a la vida? Creí que estaba viviendo un sueño y deseé con todas mis fuerza que fuera un sueño eterno. Sin embargo, todo lo bueno de la vida debe tener alguna dificultad, aunque sea pequeña, para que por la vía del contraste se pueda destacar la bondad de aquello que se disfruta. Yo comencé a pagar  mi cuota de dificultades y zozobras cuando transcurridos los primeros quince días acudí a la oficina de Administración a buscar los tickets correspondientes a la siguiente quincena.

     Me atendió Espinoza con mucha cordialidad y mientras buscaba los tickets en la gaveta de su escritorio y los sellaba, aprovechó para hacerme una pequeña consulta. Se trataba de un dolorcito que se le había pegado a la altura de las costillas izquierdas, y que se hacía más patente cuando debía estirar el brazo para alcanzar algún objeto “¿Qué crees que sea eso?” Comencé a ponerme pálido y hube de realizar un gran esfuerzo para mantenerme sobre mis pies mientras ideaba algunas preguntas que parecieran inteligentes y me sacaran del aprieto:
     -¿Desde cuándo tienes el dolor? ¿Llevaste algún golpe de ese lado? ¿No recuerdas si hiciste algún esfuerzo especial con el brazo izquierdo?
     Le mandé a estirar el brazo y le toqué las costillas.
     -Dime dónde te duele más- Y lo fui auscultando en diferentes sitios de la zona.
     Al final, se me vino la idea salvadora:
     -No te preocupes. Yo tengo en la Residencia una vaina que te va a servir. Mañana te la traigo.
     Fui muy cuidadoso al referirme  en forma ambigua a “una vaina”, pues no sabía qué sería lo que podría conseguir en la Residencia.
     Al regreso, después de disfrutar de mi fabuloso almuerzo –aunque no sé si con el susto que tenía efectivamente lo disfruté- corrí donde mis amigos de medicina y les planteé alarmado el problema:
     -¡Coño, Espinoza me metió en un peo! Me consultó sobre un dolor que tiene en las costillas y ahora está esperando un remedio que le prometí.
     -¿Y cómo hiciste?  ¿Qué remedio le prometiste?– me preguntaron.
     -No, ninguno en particular –respondí-. Lo que hice fue un aguaje ahí, para ganar tiempo. Le dije que yo tenía algo que le serviría.
     Mis amigos me miraban con curiosidad y después de contarles sobre  el examen que le practiqué se desarrajaron de  la risa y la mamadera de gallo fue para rato.
-¡Doctor Fakir! – fue la exclamación entusiasta de uno de ellos.
Fakir, mi sobrenombre de entonces, está muy relacionado con la situación socio-económica que origina esta historia, pero ella tiene su propia particularidad y necesitará, por tanto, de su propio cuento (para otra ocasión).
-Coño, Fakir –me dijo otro- , yo creo que vas a tener que operar a Espinoza o vas a perder la beca. Esa vaina que tiene es grave.
Después de reírse hasta que quisieron, trataron de tranquilizarme:
     -No te preocupes Fakir, eso debe ser una güebonada. Seguro que hizo algún mal movimiento, o durmió mal durante la noche, o cualquier otra pendejada. Ese dolor se le va a quitar solo. Para que se quede tranquilo dale esta pomada que le puede servir.
     De las tantas muestras gratuitas  que regalan los laboratorios sacaron la pomadita que yo le daría a Espinoza.
     -Llévatela y se la das –continuó uno de ellos-. Le dices que se la aplique con un pequeño masaje unas dos veces al día.
     Le llevé la pomadita a Espinoza, dándole todas las recomendaciones que me transmitieron.
     -Eso te va a hacer bien –le dije con seguridad y confianza-. Vas a ver como pronto se te va a desaparecer el dolor.
     Me despedí y pude pasar dos semanas felices, disfrutando de mi beca. Cuando fui a buscar los tickets para la próxima quincena Espinoza casi me abraza, ¡el dolor se le había quitado! Seguramente por sí solo, como me habían dicho los compañeros, pero era evidente que él se lo adjudicó a la pomadita. Sentí un alivio, pero este estado de bienestar no me duró mucho, pues ya Espinoza estaba dando inicio a una nueva consulta.
Esta vez la cosa era más compleja y la verdad es que no recuerdo exactamente de qué se trataba. Lo que sí recuerdo es que lo mandé a respirar profundo mientras le ponía la mano en la espalda y en el pecho. No le mandé e decir “treinta y tres” porque esto me pereció siempre muy cómico y no estaba seguro de si se trataba de un chiste o era de verdad un recurso médico de diagnóstico. Tuve que apelar a otros recursos, como aquellos usados por el perro cobero en la selva, para evitar que se lo comiera el tigre, y le dije, entre otras cosas:
     -La vaina es que tengo el estetoscopio en la Residencia.
     Yo en verdad no sabía si los estudiantes de cuarto año de medicina debían tener obligatoriamente un estetoscopio, así como los de ingeniería teníamos una regla de cálculo; pero me pareció lógica la idea; además, no tenía mucho de dónde agarrarme para salir del apuro. Nuevamente le hice la promesa de conseguirle el remedio salvador y nuevamente también, corrí al cuarto de mis amigos de medicina  a pedir auxilio. Afortunadamente el botiquín de ellos estaba bien surtido y me dieron algo para Espinoza: unas gotas que debía tomar tres veces al día, después de cada comida.

     Esta situación se repitió quincena a quincena. Yo acudía a la oficina de Espinoza en medio de un nerviosismo que me doblaba las piernas “¿Con qué me irá a salir hoy Espinoza?” “¿Qué coño le estará doliendo? ¿Qué le estará funcionando mal?” Me sentía como quien se dirigía a presentar un examen definitivo en su carrera sin estar lo suficientemente preparado. Nada preparado, más bien, porque ése era en realidad mi caso.

     Pensé al principio que Espinoza tenía la sospecha de que yo no estudiaba medicina y por esa razón me ponía a prueba ¿Por qué él, siendo el Administrador del Hospital, no le consultaba a un médico? ¿Es que no tenía relación con ninguno? O en todo caso, a otros estudiantes de medicina más avanzados que yo. Los de quinto y sexto año también pasaban por su oficina.

     Después tuve una revelación que me cortó la respiración. Un pensamiento que me hizo temblar de pies a cabeza: “lo que pasa es que mis tratamientos le están haciendo bien a Espinoza, he resultado ser exitoso en esta práctica médica inesperada”. ¡Eso era!, después de la primera experiencia Espinoza puso su fe en mí, y esta predisposición psicológica lo preparó para que todo lo que yo le recetara le cayera bien. Ahora no me lo podría quitar de encima nunca más. Cada quincena estaría él esperándome con los tickets por un lado, y con alguno de sus males, por el otro.

     En este juego duramos algunos meses. Yo diseñé, junto con mis amigos, toda una estrategia para diagnosticar el inventario de dolencias que aquejaban a Espinoza. Una rutina para cada parte del cuerpo o de su organismo interno: las auscultaciones en el pecho, en la espalda, en la cabeza, en el abdomen. Le mandaba a doblar las piernas, a voltear la cabeza a la derecha y a la izquierda, hacia arriba y hacia abajo. Me proveí de un conjunto de preguntas clave: ¿Qué sientes aquí? ¿Te duele? ¿Sientes alguna dificultad para doblar? Respira profundo ¿Sientes como un mareíto cuando lo haces? ¿Sientes náuseas en las mañanas? Inhala,… ¡Bota!

     Un día, no recuerdo cuándo ni porqué, las becas de comedor fueron eliminadas. Probablemente el hospital no podía soportar la carga de una población estudiantil creciente, producto de la masificación que se dio durante los primeros años de la democracia. Con la finalización de la beca, se terminó el martirio de los diagnósticos de Espinoza. Pero también la felicidad de mis comidas diarias, de aquel maravilloso helado, de las frutas y, en otro orden, de los contactos de amistad que logré establecer durante esta pasantía gastronómica. Hasta alguna enfermera de ocasión me llegué a levantar, gracias a estos contactos.

     Cuando yo estudiaba bachillerato pasé mucho tiempo debatiéndome en el dilema de si estudiaba medicina o ingeniería cuando ingresara a la Universidad. Ambas carreras me gustaban con igual intensidad y lamenté que no existiera, por lo menos en Venezuela, una carrera que abarcara ambas disciplinas. Como no podía quedarme en la bifurcación de la “Y”, terminé decidiéndome por ingeniería. Sin embargo, nunca me imaginé que el destino me pondría en la circunstancia de ejercer un día –“ilegalmente”- la profesión médica. En mi descargo -que sirva esto de atenuante a ser tomado en cuenta ante cualquier juicio moral que se me pretenda hacer- tengo que decir dos cosas: una, no fue hecho con intencionalidad, sólo fui llevado por una circunstancia no buscada y luego arrastrado por la muy elemental necesidad humana de sobrevivir. Dos, no le causé daño a nadie; todo lo contrario, se trató de una práctica exitosa, el paciente siempre se curó. Por supuesto, debo otorgarle todos los créditos a la eficiente e incondicional junta médica que me asesoraba en la Residencia.



lunes, 14 de marzo de 2011

LA BRAGA AZUL: EL ORIGEN

La Facultad de Ingeniería, así como casi el resto de la Universidad de Carabobo, está situada en una zona que se denomina BÁRBULA. Aquí está ubicada una ex-colonia psiquiátrica, creada en la primera mitad de los años 50s (creo que en 1951). Esta colonia determinó en gran parte el perfil de lo que sería nuestra Universidad (la Universidad terminó más pareciéndose a la Colonia, que la Colonia a la Universidad). 

Los espacios y el ambiente que rodea la colonia es uno de los paisajes más acogedores que conozco en ésta y en muchas ciudades. Estaba diseñada para facilitar la recuperación mental de los internados. Hasta un gran teatro tenía: el Anfiteatro de Bárbula. Este teatro estaba diseñado para complementar la terapia de los enfermos. Pero en Venezuela sabemos que las cosas funcionan al revés. Nuestros queridos locos, lejos de recuperarse se volvían más locos aquí. El Anfiteatro es hoy en día la gran sala de presentaciones de la Universidad.

Cuando se fundó la Universidad en 1958 (no creo en el cuento ese de "la reapertura"), los locos se convirtieron en universitarios. Como muchos de ellos eran libres y salían a las calles de Naguanagua, ahora tenían nuevos espacios para deambular y uno los encontraba en los pasillos de la Universidad, en los cafetines e incluso en los salones de clases. Se distinguían de los estudiantes, empleados, profesores y obreros porque andaban vestidos con una braga azul, como la de los mecánicos. De otra manera hubiese sido imposible distinguirlos del resto de la comunidad.

Muchas veces estuve dando mi rutinaria y sabia clase en un salón cuando de pronto entraba un "alumno" con su braga azul. Se sentaba muy disciplinadamente a escuchar la clase, y algunas veces hasta hacía preguntas sobre la materia. Una vez entró uno cuyas preguntas tenían cierta coherencia y daba la impresión de ser portador de una formación escolar previa superior a la mayoría de los otros locos... y a la de muchos alumnos (voy a seguir usando la palabra "loco", para quizás disgusto de algunos; pero aclaro que no lo hago de manera despectiva, todo lo contrario). Después averigué que se trataba de un ex-alumno de la Facultad, cuyos estudios lo volvieron efectivamente loco. Pero ésta es la primera parte del cuento.

Yo tenía un órgano de expresión propio en mi Escuela. Una cartelera que colocaba en medio de un pasillo, a la entrada del edificio de la Dirección. Bueno, quizás la palabra "edificio" sea un poco exagerada. Esa cosa donde estaba la Dirección, en medio de otra cosa que se llamaba Escuela, en medio de unos galpones que se llamaban Facultad.

En esta cartelera escribía lo que me viniese en gana, cualquier cosa que considerara valía la pena divulgar. Era la prolongación de mi función docente. Pero tenía la intención también de diferenciarme y de responsabilizarme por mis opiniones. Fue la reacción a una cultura imperante de corrillos de pasillo, generalmente malsanos, y de comentarios a puertas cerradas en oficinas sobre alguien -por supuesto ausente- quien evidentemente salía muy mal parado de allí. Mi cartelera, en cambio, no era anónima, ella se publicaba con mi nombre y apellidos. Pretendía dar yo un ejemplo de integridad y responsabilidad y tratar, si era posible, incidir en un cambio del comportamiento de quinto patio que prevalecía en la Escuela.Todo esto, no obstante, no sólo resultó infructuoso, sino que produjo el efecto contrario. Suministré comida para alimentar la vieja práctica ofreciéndome yo mismo como sujeto de "análisis" permanente.

Un día me llegó el comentario: "A éste lo único que le falta es la braga azul" ¡Qué gran idea! La Braga Azul, no podía encontrar un nombre más bonito y representativo. La locura y la poesía en un solo nombre. "Gracias, amigos, por este comentario tan apropiado y valioso". A partir de ese entonces mi cartelera se llamó LA BRAGA AZUL.

La Braga Azul marcó un hito en la vida de la Escuela y dejó huellas en la mente de varias generaciones de estudiantes que pasaron por sus aulas y pasillos. Muchos me recuerdan por ella, muchos participaron en las polémicas que generó, muchos aprendieron de las pocas cosas que pude enseñar. Incluso algunos de mis "detractores" de entonces me recuerdan con el tolerante cariño nostálgico que dan los años, por la braga loca. Uno de los recuerdos más gratos de mi vida fue la despedida que me hicieron mis alumnos cuando me fui de la Escuela. Entre otras cosas, se la ingeniaron para conseguir un conjunto de poemas inéditos que yo tenía guardado en mi casa. Los publicaron en una Braga Azul hecha por ellos, me la dedicaron y la expusieron en el Auditorio donde me rindieron un homenaje. Después de todo, algo había quedado.

Ahora llegó internet, con toda su magia y su poder arrollador, produciendo profundas transformaciones en las formas de comunicarse, en los alcances de los mensajes y en la magnitud de los cambios que se producen. Me inscribo en esta corriente. Tendré La Braga Azul electrónica y veré hasta dónde es capaz de llegar la locura.