viernes, 18 de enero de 2013

DIOS, EL FARAÓN DE EGIPTO Y MIKE TYSON

DIOS, EL FARAÓN DE EGIPTO Y MIKE TYSON

Octavio Acosta Martínez





        
“Dios no juega a los dados”, decía Einstein. Es posible que eso sea cierto. Viniendo de una autoridad como Einstein no me atrevería a arriesgar mi dignidad planteando una controversia con él. Sin embargo, hay quienes sí lo han hecho; y de acuerdo con el Principio de Incertidumbre y los enigmáticos resultados presentados por la física cuántica, pareciera que Dios realmente es muy aficionado a jugar con los dados.
         De todas maneras hay que esperar. Es mucho lo que se desconoce, pero era mucho más lo que se desconocía cien años atrás, y trescientos, y quinientos, y dos mil trece. Porque la ciencia es testaruda, y a pesar de las amenazas, de las persecuciones y los castigos, le ha ido restando espacios a los mitos, a las creencias sin fundamento, al fundamentalismo religioso, y hasta a los mismos dioses. Yo, mientras tanto, perderé mi tiempo estudiando lo que otros han encontrado, y pensando un poco, para justificar el millonario número de neuronas que la naturaleza puso gratuitamente en mi cerebro, ¿o habrá sido Dios?

         De esa combinación de estudio con pensamiento (claro, el primero sería imposible sin el segundo) he podido arribar a una conclusión alternativa a la aseveración de Einstein. Conclusión que se pudiera cambiar al carácter  de complementaria de llegar a determinarse en forma definitiva que éste tiene razón. Si Dios no juega a los dados, lo que sí sería seguro es que debe encantarle el juego del gato y el ratón, pero por supuesto, en un plano muy superior. Pudiéramos llamarlo el “juego de Dios y el hombre”, entendiendo bien las diferencias entre ambos juegos. El gato no creó al ratón, y la distancia en poder que existe entre los dos animales no tiene nada que ver con la infinitud que separa a Dios del hombre, su creación. ¿Cómo podría yo ilustrar esta afirmación? ¿Bastará el solo ejemplo que voy a poner? Vamos a ver.

         Hace un tiempo llegué a la conclusión de que si quería entender a Dios lo mejor sería “escuchar”, o leer, su propia palabra. ¿Dónde encontrar esta palabra? En el documento oficial reconocido como tal (para este lado del mundo), la Biblia. Porque la Biblia es precisamente eso: la palabra de Dios.
         Lo voy a decir de una vez, para que usted que me está leyendo tome la decisión de si continúa haciéndolo o se va a realizar tareas que lo reconforten más: yo no creo en nada de esto, y tengo con qué fundamentar esta no-creencia. La Biblia no es la palabra de ningún Dios. La Biblia es la palabra del hombre que inventó al Dios que inventó al hombre. Pero la Biblia, sin embargo, me resultó un libro sorprendente desde muchos puntos de vista y ahora disfruto enormemente de su lectura. En otra oportunidad abordaré esta derivación. La pregunta que en el presente momento surge es ¿porqué usaré un documento en el que no creo para fundamentar una posible conclusión? Es fácil, porque el creyente sí cree y yo voy a ponerme en su lugar, y si sus neuronas están bien ordenadas tendrá que aceptar un análisis –más bien una reflexión- como la que pretendo hacer. Por otra parte, me encanta el razonamiento por reducción al absurdo que una vez me enseñaron en los estudios de matemática.

         Debido a la amplitud de casos contenidos en la Biblia me veo obligado a delimitar. La Biblia es nada menos  que la historia del hombre, desde su creación hasta Jesús. El Apocalipsis no es historia, no hemos llegado a él. Quizás sea la historia del futuro, un reto a los postmodernistas, para quienes la historia llegó a su fin. Aplicando el dicho “para muestra basta un botón” tomaré sólo uno de sus libros, El Éxodo (un “botón” muy significativo). El Éxodo es el segundo libro del Antiguo Testamento.
         ¿Recordamos cómo es la estructura? (“para los que llegaron tarde”). La Biblia se divide en dos partes: Antiguo Testamento y Nuevo Testamento. El Antiguo Testamento es el que le gusta a los judíos. Claro, es su historia particular. Consta de 39 libros donde queda establecido que ellos son los consentidos de Dios, el pueblo escogido. Los únicos con derecho a todo. Los seleccionados para ocupar las tierras que hoy ocupan, a costa de lo que sea. El actual Israel ocupa el espacio que Dios le concedió, con autorización para expulsar a quienes lo ocupaban antes, con derecho a matarlos (así, literalmente), y a despojarlos de todo. La gente, hoy día, cree que los judíos están allí porque los pusieron los Estados Unidos, pero eso es falso. Los Estados Unidos fueron una simple marioneta en manos de Dios, fue el instrumento de que se valió éste para poner allí a sus hijos predilectos. Si usted quiere entender la raíz del problema árabe-israelí tiene que leer el Antiguo Testamento. Si no lo hace, entonces nunca sabrá porqué ese problema no tiene solución.

         El Nuevo Testamento es la historia de Jesús. Se especula que fue escrito para suavizar un poco la truculenta historia divina, para dar un baño cosmético al inmenso caudal de sangre derramada en el Antiguo Testamento. Esto visto en forma crítica desde afuera, porque visto desde adentro es simplemente la continuación de la historia. Jesús es el último eslabón de la cadena que comenzó con Abraham, siguió con Isaac, después con Jacob, mucho más adelante con Moisés,…, David, …. Jesús era pues, judío. Un judío que no fue reconocido por los otros judíos. Éstos, apelando a sus tradicionales métodos de acabar con la “disidencia”, y esta vez ayudado por los romanos, que no eran ningunos niños de pecho, terminaron todo con un baño de sangre. Sólo que ahora no el de cientos de miles de hombres, sino el de uno solo.  Este Nuevo Testamento consta de 27 libros. Hay cosas sumamente interesantes en él, y su lectura, si no sirviera para encontrar la verdad –a menos que fuera la verdad de la mentira-, es fundamental para acercarse a la multitud de manifestaciones de la creación plástica, literaria, arquitectónica, musical que inspiradas en él hoy nos abisman.


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         El Éxodo narra la historia de la salida de Egipto de los hebreos que vivían allí sometidos a esclavitud por parte de las clases dominantes encabezadas por el Faraón. Moisés, aquel salvado de las aguas, fue el encargado de conducir esta misión. Pero Moisés no era sino un lugarteniente de Dios que hacía todo lo que éste le indicaba. Muy parecido a como tantos casos que conocemos en esta vida terrenal, Dios le daba las instrucciones y Moisés las cumplía al pie de la letra. Dios llamó a Moisés y le encargó hablar con el Faraón para solicitarle la libertad y permiso de salida de sus compatriotas. Pero Dios tenía un juego preparado. Él haría que el corazón del Faraón se endureciese y dijera que no. Así, Dios tendría entonces la oportunidad de mostrarle al Faraón y a todos los egipcios su inmenso poder (“Yo endureceré su corazón, de modo que no dejará ir al pueblo”).  Moisés dudó al principio de la efectividad del método, dado que él era medio tartamudo y sin facilidad de palabra para negociar con un Faraón, a lo que Dios le respondió: “¿Quién dio boca al hombre? ¿o quién hizo al mudo y al sordo, al que ve y al ciego? ¿No soy yo Jehová?” (Ex. 4.11). Y luego: “Ahora pues, ve, y yo estaré con tu boca, y te enseñaré lo que hayas de hablar.” (Ex. 4.12).
         El juego comenzó con una advertencia que, por supuesto, no iba a ser tomada en cuenta por el Faraón. La vara de Aarón, hermano y asistente de Moisés, se convirtió en serpiente ante el Faraón, pero los hechiceros de éste hicieron el mismo truco, sólo que entonces la serpiente de Aarón devoró a las otras. El programa de Dios consistía en mandar una plaga que azotara a todo Egipto cada vez que el Faraón se negara a liberar a los hebreos. La primera consistió en volver sangre toda el agua del Nilo. Quien conozca Egipto, o quien lo haya estudiado un poco, sabrá lo que significa el Nilo para Egipto: toda su vida. Con el agua hecha sangre y los peces muertos en consecuencia, y el río corrompido, los egipcios no tenían agua para beber ni para cocinar los alimentos.
Después siguió una horda de ranas que invadió todo. Luego los mosquitos, piojos y pulgas. A continuación las moscas que atacaban los caballos, los asnos, los camellos, vacas y ovejas. Murió todo el ganado de Egipto, o mejor dicho, el de los egipcios, porque al de los hebreos no les pasaba absolutamente nada, igual que en todo lo que había pasado y lo que faltaba por pasar.  Es una cosa que me pregunto, ¿por qué castigar a todos los egipcios? ¿Es que no había un egipcio bueno? ¿Algún egipcio de oposición al Faraón? ¿Era necesario meter a todos los egipcios en un mismo saco, incluyendo a los niños? Me parece que esta práctica divina ha sido copiada por más de uno de los dictadores que han pasado por el mundo.
         Seguimos con las calamidades. Después vinieron la pestilencia, las úlceras y el salpullido incurables. A continuación el granizo de fuego y hielo. “Hubo, pues, granizo, y fuego mezclado con granizo, tan grande, cual nunca hubo en la tierra de Egipto desde que fue habitada” (Ex. 9.24). El Faraón se resentía ante cada calamidad y prometía a Moisés que liberaría a su pueblo, pero fatalmente todo estaba programado, Dios haría que su corazón se endureciese y se arrepintiera de su promesa en el momento de cumplirla. Estaba escrito, él se negaría de nuevo. Dios se dirige a Moisés: “Entra a la presencia de Faraón; porque yo he endurecido su corazón, y el corazón de sus ciervos, para mostrar entre ellos estas mis señales, y para que cuentes a tus hijos y a tus nietos las cosas que yo hice en Egipto, y mis señales que hice entre ellos; para que sepáis que yo soy Jehová” (Ex. 10.1-2). La próxima plaga programada era la langosta, pero no langosta A la Termidor, ni Al Curry, ni A la Plancha, sino la langosta vivita y volando, que cubriría toda la faz de la tierra (“de modo que no pueda verse la tierra”) y se comería todo lo que había escapado al granizo y a las plagas anteriores - ¿es que había escapado algo?-. El faraón mandó a llamar a Moisés para concederle su deseo, “pero Jehová endureció el corazón de Faraón, y éste no dejó ir a los hijos de Israel” (Ex. 10.20). ¿Qué podía hacer un piche e insignificante Faraón ante el inmenso poder divino? ¿Cómo un Faraón majunche, que sólo era capaz de hacer esas piches pirámides, y ridículos palacios como el de Karnak y Luxor, como el de Abú Simbel, podría resistir a la voluntad nada más y nada menos que la de quien creó el mundo, con todo y Faraón incluido? No era posible, Dios era el Director de Escena y en este teatro sólo se da lo que él tenga programado. De esta manera, la escena estaba preparada para la siguiente plaga: las tinieblas, la oscuridad. “Nadie vio a su prójimo, ni nadie se levantó de su lugar en tres días; más todos los hijos de Israel tenían luz en sus habitaciones” (Ex. 10.23). ¿Qué estaba pensando ese Faraoncito que adoraba a RA, el Sol? Ese escuálido astro, perdido entre tantas estrellas creadas por él, por Dios. Ahora están viendo los egipcios quién es el Dios más poderoso, el YO SOY EL QUE SOY.
         Nueva llamada del Faraón imperialista a Moisés. Seguramente Moisés estaría ladillado de ese ir y venir ante el Faraón para jugar un juego cuyo resultado ya se sabía de antemano. Claro, eso lo veo yo ahorita, pero en aquella época cuando no había KINO, ni béisbol, ni boxeo, ni existía el Sambil, con algo debía divertirse Dios. Así, pues, todo estaba listo para el gran acto final, la plaga estrella, la única, la esperada. Señoras y señores, ¡la muerte de los primogénitos!: “Y morirá todo primogénito en tierra de Egipto, desde el primogénito del Faraón que se sienta en su trono, hasta el primogénito de la sierva que está tras el molino, y todo primogénito de las bestias (Ex. 11.5). ¡Las bestias también eran objeto del castigo! …Bien hecho, ¿quién las manda a ser tan bestias? Además, hay que aprovechar que todavía no existe Sociedad Protectora de Animales. La puesta en escena se dio a la perfección y el guión se cumplió al pie de la letra. El Faraón no pudo evitarlo (“Faraón no os oirá, para que mis maravillas se multipliquen en la tierra de Egipto” Ex. 11.9). “Y aconteció que a medianoche Jehová hirió a todo primogénito en la tierra de Egipto, desde el primogénito de Faraón que se sentaba sobre su trono hasta el primogénito del cautivo que estaba en la cárcel, y todo primogénito de los animales” (Ex. 12.29). Y hubo un gran clamor en Egipto “porque no había casa donde no hubiese un muerto” (Ex.12.30).
         Ahora sí, el Faraón permitió al fin la salida de Moisés con los hijos de Israel. Estos salieron de Egipto, pero no sin antes despojar a los egipcios de sus prendas de valor y de sus vestidos, lo cual debería hacerse por previo decreto de Dios (“Y yo daré a este pueblo gracia en los ojos de los egipcios, para que cuando salgáis, no vayáis con las manos vacías; sino que pedirá cada mujer a su vecina y a su huéspeda alhajas de plata, alhajas de oro, los cuales pondréis sobre vuestros hijos y vuestras hijas; y despojaréis a Egipto” Ex.3.21-22). Las políticas de expropiación son pues, de muy vieja data. Este decreto se cumplió textualmente. Cuando se fueron despojaron a los egipcios (“E hicieron los hijos de Israel conforme al mandamiento  de Moisés (Moisés era el Vicepresidente y él sólo transmitía los mandatos del comandante divino), pidiendo a los egipcios alhajas de plata, y de oro, y vestidos. Y Jehová dio gracia al pueblo delante de los egipcios, y les dieron cuanto pedían; así despojaron a los egipcios”. Ex. 11.35-36). Consiguieron todo lo que querían, pero a Dios le quedaban ganas de seguir jugando. Los hebreos salieron al desierto, con Jehová delante de ellos en una columna de nube para guiarlos, y en una columna de fuego, de noche, para alumbrarles. “¡Pero qué fastidio!”, me imagino que pensaría Dios. Ahora todo es tan tranquilo… ¡Vamos a ponerle un poco de emoción! Y nuevamente actuó sobre la voluntad del Faraón: “Y yo endureceré el corazón de Faraón para que los siga; y seré glorificado en Faraón y en todo su ejército, y sabrán los egipcios que yo soy Jehová” (Ex. 14.4).
        
         Lo que sigue después es muy conocido de todos, porque lo han visto hasta con Charlton Heston en el cine. El Faraón los siguió, los alcanzó. Los hijos de Israel se vieron encerrados entre el Mar Rojo y los ejércitos del Faraón. Los israelitas pensaron que iban a morir, lo que denotaba por cierto una imperdonable falta de fe. ¿Es que todavía no sabían lo que significaba tener como Comandante en Jefe al mismísimo Dios? ¿No eran suficientes las pruebas que había dado de su grandeza? ¿No entendían que Dios acababa de inventar el juego del gato y el ratón y que sólo se estaba divirtiendo? Bueno, Dios abrió el mar, los israelitas pasaron al otro lado, y cuando los ejércitos del faraón los siguieron, les echó las aguas encima y los ahogó a todos. “No quedó de ellos ni uno” (Ex. 14.28).

         El cuento de Dios no ha terminado, pero yo sí, por lo menos esta parte. Si no han leído la Biblia no saben lo que se han perdido. Lo que ha pasado antes del Éxodo es fabuloso, y lo que viene después es para pararles los pelos de punta. Ustedes, si quieren la leen, y yo, mientras tanto, voy a ver qué está haciendo Mike Tyson y determinar lo que  pinta él en esta historia; si es que pinta algo.


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         Mike Tyson es un personaje muy conocido, aun por aquellos que no son amantes del boxeo. Boxeadores, peloteros, artistas de cine, cantantes, deportistas en general, Presidentes, son personajes que nos los bombardean constantemente con grandes titulares en los periódicos y en las promociones de la televisión y de los que uno, por tanto, se entera, a pesar del desinterés que tengamos por sus trayectorias. ¿Qué sabemos de Mike Tyson? Cualquiera que tenga al menos 30 años sabe que fue un boxeador de los pesos pesados muy famoso. Que fue campeón mundial y que tuvo una vida pública y privada muy escandalosa. Hasta aquí llegaríamos casi todos. Ahora, un poco de más detalles.
         Michael Gerald “Mike” Tyson es un ex-boxeador norteamericano –estadounidense, más específicamente- que fue campeón del mundo de los pesos pesados en dos oportunidades. Nació en Brownsville, Brooklyn, en 1966 y comenzó a tener problemas desde muy jovencito. Peleas, delitos y detenciones estuvieron a la orden del día desde temprano en su vida. Fue expulsado de su colegio, por ejemplo, por pelearse seriamente con un compañero y pasa entonces a estudiar en un centro de detención juvenil. Pero aún allí tuvo problemas con la justicia debido a pequeños delitos, robos y asaltos. A los 13 años ya había sido arrestado unas 38 veces.
         Sus grandes cualidades como boxeador le facilitaron ciertas tutelas que trataron de construirle una carrera exitosa en el cuadrilátero. Y lo lograron, pero su personalidad de guapo de barrio y otras desviaciones, le trajeron muchas dificultades para mantenerse en la cumbre. A la edad de 20 años se convirtió en el campeón mundial de pesos pesados más joven de la historia del boxeo. Pero así como obtenía éxitos en su profesión, también se intensificaban los problemas en su vida privada, y algunas veces ni tan privada. Ganaba y unificaba títulos, pero no podía mantener la estabilidad en sus matrimonios ( tres) y otras uniones.
         En el regreso, después de haber perdido por primera vez el título mundial, se fijó una pelea para disputarlo ahora con el titular para ese momento, Evander Holyfield. Pero antes de que ésta se diera fue acusado y detenido por violación de una estudiante de 18 años, que participaba en un concurso para escoger a “Miss América Negra”. Fue condenado a seis años de prisión y 30.000 dólares de indemnización a la Miss. Él siempre negó esta acusación, pero estas cosas les pasan frecuentemente a individuos como Tyson. Éste no cumplió la condena completa debido a una reconsideración por “buena conducta”… ¡Tyson con buena conducta!  
         Las peleas de Tyson en el cuadrilátero tampoco eran tan edificantes. Cuando se ponía bravo, cosa que en él no era tan difícil, apelaba a tácticas reñidas con las reglas establecidas para una pelea formal y las transformaba en peleas de barrio. Fue famoso el segundo encuentro (1996) que sostuvo con Holyfield, en su etapa post-violación. En esta pelea Holyfield fue amonestado varias veces por apelar a constantes cabezazos contra Tyson. Éste se enfureció y en vez de dejar que el árbitro y los jueces terminaran de cumplir con sus funciones, decidió hacer justicia con sus propias manos. O mejor dicho, con sus propios dientes, pues le cayó a dentellazos a las orejas de Holyfield logrando arrancarle una de ellas. Tyson fue descalificado y le restaron tres millones de dólares de su pago pautado. Al año siguiente de esto le fue revocada su licencia de boxeador y se vio obligado a pagar otros tres millones por la oreja arrancada.
         Entre suspensiones, renovaciones, nuevas suspensiones, nuevas renovaciones, arrestos, siguió la vida profesional y privada de Tyson. Unas veces por una oreja, otras por dar positivo por consumo de marihuana en los test de orina. Arresto por casi matar a golpes a dos motociclistas en accidente de tráfico, lo que le acarreó 5000 dólares de multa, dos años de libertad condicional y 200 horas de trabajo comunitario. Nuevo juicio por consumo y posesión de narcóticos y conducir bajo el efecto de drogas, nueva obligación de pagar 360 horas de trabajo comunitario, nueva libertad condicional por un período de tres años… ¿Seguimos con Tyson?  El cuento podría resultar bastante largo y escabroso, y usted estará seguramente interesado en saber de la posible relación entre Mike Tyson, Dios y el Faraón de Egipto. No quisiera desencantarlos. De entrada podría decirles que no hay ninguna. Sólo siguiendo la manía de buscar asociaciones y relaciones en todo, es posible llegar a que sí la hay, y la clave para encontrarla (me) la dio el propio Tyson.
         En mis estudios sobre la neurociencia, sus aplicaciones en el estudio del cerebro humano, de sus procesos cognitivos y en la definición del concepto de inteligencia, he tratado de entender la gama cualitativa que recorre a los seres humanos, desde los más escasos en posibilidades cognitivas hasta aquellos que se montan en el podio de la genialidad. Para sorpresa, he encontrado que hasta los más escasos tienen brotes de genialidad en algunos momentos de su vida. La diferencia entre unos y otros es sólo una cuestión de frecuencia. La historia de Tyson es igual a la de muchos otros, y es tan vulgar que no despertaría en mí el más mínimo interés por detenerme en ella. Pero Tyson tuvo un momento de genialidad en el cual sintetizó la historia del Faraón y todas las demás historias. No, posiblemente él no conocía este cuento del Farón y su relación con Dios. Es que el Faraón tampoco la supo. Él no podía ver los hilos que lo ataban a las manos del Dios titiritero.  Pero Tyson sí los vio, sólo que no podía desprenderse de ellos, ¿y quién lo puede?  Pude haber tomado a otro sujeto de estudio, pero lo tomé  a él por esta increíble –precisamente por venir de él- conclusión final. Cuando leí en un periódico aquella frase que había dicho a un periodista curioso salté de mi silla lleno de admiración. En esa sola frase, de profundo contenido ontológico sintetizó su propia esencia, la del Faraón y la de todo ser  humano: “DIOS ES LA RAZÓN DE SER LO QUE SOY. CULPEN AL JEFE, CULPEN A DIOS”.  Imposible añadir una palabra más.








(Esto se escribió en La Taguara Exquisita en Enero de 2013)